Era la
primera vez que se acomodaba en aquella terraza de la nueva cafetería. El calor
ya apretaba y la verdad le encantó al instante, encontrar un rincón tan
apropiado para concentrarse y poder dejar abiertos todos los grifos de la
imaginación, abandonar aquella especie de freno, que le impedía relajar su instante.
Apareció en
semejante lugar dando un paseo aquella mañana de junio, con ganas de darse un “baño de gentes”. Verlas disfrutar y
saborear aquellas prisas ajenas a él, que siempre imprimen en sus recorridos
los ciudadanos ocupados. Percibir nuevos sobresaltos, escuchar el trino de los
verderones, revueltos con el chirriar de la persiana del colmado, que se
alzaba, dando vía libre a los clientes.
Estaba
deseoso que la gente le conociera, le preguntase, le echaran una mirada por casual
que fuese. Anotaba detalles en su breviario mental, impresiones, olores, tactos
inesperados y sugestiones de deseo, o vilipendio.
Las mujeres_
pensaba_, en este tiempo, tan alegres, tan sensuales, mostrando sus poderíos
físicos, dignos de verse desde el acomodo de la complacencia, aún y siendo con
la rapidez del instante. Los chiquillos, jugueteando alrededor de sus yayas y
matronas, mareando al más pintado. Los caballeros, más serenos, aunque también
los hay presumidos y ya se les puede catalogar dentro del grupo de los “Simbol-Man”,
por sus peinados empinados y por la cantidad de ellos que recurren a la cirugía
estética. Eliminan las bolsas de grasa, pinceladas que ya comienzan a ser
habituales, en el consumo de tanta cosmética y otras prácticas, antes
impensables.
¡Bendita
vida!_. Pensaba mientras agudizaba su sensación de gozo_. Estamos tan
necesitados de gestos de cariño. Del afecto que tan hipotecado tenemos, que
seríamos capaces de vender nuestra propia piel para ganar el estado de
felicidad constante_. Explicando para sí mismo, cavilaba taciturno_. Reconozco
que soy aspirante a disfrutar de la dicha perdurable. Ya no quiero vivir con la
duda de lo que ha de llegar. Quiero evitar las emociones dolosas, aunque con
seguridad, habrán de arribar. Por mí, no temo. Hago ensayos, para que llegada
mi hora, no de complicaciones a nadie de los que me rodeen. Sin embargo, he de
reconocer que me embriagan dudas, perceptibles. Padezco por el prójimo
allegado, que es en definitiva el que soporta. Los que me ven enojado, irritado
y en ocasiones fuera de mi sencillez, los que realmente conocen y padecen a “pies juntillas” mis fallas y lo que; poseo de humano, aunque no sepa mostrarlo.
¿Por qué no
me miran a los ojos? Cuando les hablo, ¿Qué es lo que les inquieta? No soportan
la mirada directa. Leen en mi rostro lo que desprendo. ¡La necesidad de vivir!
Tratan de prestar,
con lenguaje corporal sus escaseces, sus metas incumplidas, sus ascos y
excesos. ¡También son humanos! Por ello
les comprendo. ¡Qué pena! Es una sensación de impotencia que sufren al no poder
descorchar esa continencia.
_ ¡Oiga,
amigo! ¡Tela contigo! No tengo el tiempo del mundo, esperando a ver qué es lo
que va a tomar. Llevo tres minutos aguardando, mientras lo veo soñar en voz
alta ¡Chungos sus nervios! ¿No…? ¡Como verá la terraza, está llena! ¡Tenga la
bondad!
_ Perdona,
ni me fijé, que estabas ahí, esperando. Lo siento, me había perdido en mis
pasillos emocionales. ¡Trae un café con hielo!
_Pues, esos
pasillos. ¡Despéjalos! Los iluminas
algo, ¿Podrás? porque lo que decías con los ojos cerrados, no lo comprende ni
el mismo ¡Cristo! es propio de los… ¡Te
traigo el café y el hielo!
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