martes, 2 de noviembre de 2010

Le faltaban tres monedas



Corrían los años del siglo XVI, metidos en la EDAD MEDIA, y la historia se desarrolla en un pueblecito donde vivía un matrimonio, que se dedicaban a pasar sus días viviendo de las ganancias que recogían del arte de la Mercadería y la agricultura, dedicación, que el marido tenía como profesión.


La misma consagración, le hacía estar fechas y días fuera de su domicilio, arrastrando aquellas pesadas caballerías que utilizaba para portar todos los enseres y víveres en el reparto por aquellos caminos de infortunio.

Un buen día en el que el consorte estaba fuera de su casa, la mujer, se atrevió a salir de su domicilio y cruzar el rio, por aquel puente de piedra, en busca de un poco de distracción. Deambuló por las callejas y cansada de merodear el destino la llevó a un lugar donde estaba un hombre arreglando las plantas de su jardín.
Todo fue muy rápido, como si obedeciera a las reglas del infierno, como si las situaciones estuvieran previamente estudiadas por el hacedor de todos los escenarios, sin más preámbulo la conversación de ambos fue tomando altura entrando en profundidades, intimidades, coincidencias y amoríos.


Avenimiento de pensamientos, estar hechos el uno para el otro, pasiones desmedidas, frenéticas e irrefrenables, tal era el gozo y el bienestar, que pasadas las horas, la mujer se percató que no podía continuar allí, tenía unas obligaciones, un hogar descuidado, un pasado inmediato que resolver, una infelicidad la suya, que duraba demasiados años y no había forma humana de resolver, una conciencia adulterada por las costumbres de la época, dónde la “mujer” no era más que una sirvienta, un objeto de intercambio, una mandadera en auxilio de sus progenitores los cuales podían a placer mercar con su futuro y con su felicidad, cambiándola por una ventura llovida de la intransigencia y el fatalismo.

Sin pensarlo dos veces, se engalanó y salió de la casa de aquel ser cariñoso y amable que sin dudar, le había proporcionado unas horas de encanto y felicidad, esa que tan escasa había en su entorno, queriendo volver a la realidad de su vida.

La noche se había establecido con sus negruras, sus tonos opacos, echándose y desparramándose por el ambiente, y decidió partir de nuevo para su casa, a sabiendas que no podía volver a cruzar el rio por el lugar donde había venido, ya que todas las noches, franqueaba el puente un loco, que podía dañarle.

La mujer se acercó al barquero, para que la cruzara con la chalupa, éste le exigía tres monedas para llevarla a la otra orilla, ella; no llevaba absolutamente nada, aduciendo que una vez trasladada le pagaría.
Ante la negativa constante del marinero, por querer cobrar antes del trayecto y no poder convencerlo de lo contrario, ella le suplicaba y suplicaba, pero el remero, no accedía, explicándole una y otra vez que si lo hiciera a menudo con todos los clientes que lo solicitaban, no podría atender a sus penurias.

La mujer desesperada pensó en un antiguo amigo, que fue pretendiente de la lozana agricultora y vivía en el poblado, este conocido había estado enamorado de ella no llegando a culminar en nada su relación, por cuestiones de la dote entre familias. Se encaminó a su casa y una vez allí, la mujer le contó con pelos y señales lo que había ocurrido con el hombre del jardín.

Solicitando de él ayuda, para poder llegar sana y salva a su casa. El pretendido amigo en ese momento se sintió totalmente ultrajado por el hecho, pensando de forma egoísta que si su antiguo amor, necesitaba aventura podría haberse dirigido directamente a buscarlo a él.
Le negó la ayuda y no le tendió la mano, dejándola sola y cerrándole la puerta.

La desesperación y el asco embargaba a la mujer que desalmada y con ansiedad, volvió de nuevo en busca de la bondad del barquero, pero la negativa del hombre fue lo que recibió por respuesta, ella suplicaba y le indicaba que en cuanto llegaran a la otra orilla, le pagaría incluso más si así quería. Su poder de persuasión no dio frutos, y fue rechazaba nuevamente.

Desolada se encaminó a casa del hombre del jardín, aquel con el que había pasado el magnifico día, con el que había compartido deseo, aquel que la había estrechado en sus brazos, aquel que la amó durante unas horas, el que le prometió la vida paradisiaca, el dueño de sus pensares, el que más se había acercado a los pliegues de su alma.
Atropellada golpeó la puerta una y otra vez, la tardanza en abrir fue detalle innoble, al fin aquella puerta se abrió, frente a ella lo tenía.
Explicó al sensible caballero su odisea y su problema y solicitó de él las tres monedas que necesitaba imperiosamente para volver a su casa.
Estupefacto me quedo_ respondió con velada hipocresía el señor, como si el darle las monedas, fuera un acto de prostitución, de desencanto, de podredumbre.



No vuelvas más, no te conozco_ y le cerró el portón de la casa, negándole las pretendidas monedas, no queriendo saber nada más, la puerta golpeó y aquel sonido quedó marcado en el alma de aquella mujer, que sin posibilidad quedaba sola y sin seguridad en su retorno. Poco a poco fue abandonando aquel jardín que horas antes había albergado una maravillosa e irrepetible aventura.

La noche, se había apoderado de la situación y no teniendo norte, comprensión, ni posible solución, decidió aquella mujer cruzar el puente a pesar de la presencia del loco y se encaminó con paso decidido, sin titubeos en busca de su destino. Fatalmente la mujer murió a manos de aquel enfermo mental, que a la postre resultó ser su marido.

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