sábado, 6 de noviembre de 2010

El día más ridículo


No hay sólo un único día en el que tropiezas con la cita del ridículo, ahora recuerdo, no sin gracia, con….
Transitaba por tierras leonesas, eran días un agosto del año
_ ¡vaya usted a saber!
Y en holganzas de verano, al paso por la ruta del Cares, viendo en una de las poblaciones, una piscifactoría, y siendo las horas claves de la comida, nos detuvimos a hacer lo que se suele, para erradicar esos síntomas de apetito.
Al llegar a la agraciada fonda,
_buenas tardes_
_hola venimos a comer_
Nos recibieron y preguntaron qué tipo de trucha queríamos.
Pues han llegado al lugar ideal; almorzarán como unos ilustrados comensales y agradecerán de pleno la elección; ¡bienvenidos!
_Pasen y tomen asiento en el jardín que enseguida les atiendo.
_ Muy amables. Gracias
_Que te parece Ana, ¿crees que nos gustará esto?
_ ¿No hubiera sido mejor, quedarnos en la tasca del pueblo?
_Pues, igual tienes razón,
_Parecen amaestradas estas truchas,
_No; mujer estás mirando una pecera, y esas no son truchas
_ ¿Entonces qué son?

_Pues yo diría que son merluzas.
_Anda, que siempre estás de broma, unas merluzas van a estar metidas en un cacharro tan chico.
Pasamos dentro, ya en la cornisa de la piscina, nos invitaban a que nosotros mismos las pescásemos.
Los críos, encantados, por lo nuevo de la situación, no por lo que les iba a reportar aquel plato, dado que más era un capricho del papá, que del resto de la familia.
El sol caía de justicia, clamaba lo que estaba por llegar, pero nadie imaginaba ni por indicios, semejante desazón estomacal.
Los nenes, como es natural, se negaron a tomar aquel manjar, hecho para bocas dilectas y de gourmets de categoría nacional, y su mamá, pues, como está mandado, y tratándose de la alimentación de sus hijos, entendió que tomarían una comida más mediterránea y llevadera para sus escasos apetitos estivales. Ella; no muy proclive a las escamas de esos pescaditos y viéndoles los párpados, que parecía necesitaran anteojos graduados, por el grosor de sus retinas y lo saltones de esos semáforos que tenían por ojos, tomó ensalada del tiempo, aduciendo que debía llevar cuidadito, con los kilitos, que advirtiéndome, muy graciosa, me hacía llegar lo que el doctor le había dicho sobre la tensión.


Aquel virtuoso trucho marrón; tenía membranas sin espinas, y una diminuta aleta adiposa en el lomo, cerca de la cola, que me hizo sospechar, pero no tuve más remedio que comerla. Venía en plato inmenso, acompañado de cebollita, zanahoria, una ramita de apio, muy cuca, que hacía juego con el gusto a limón que tenía aquel bocado ribereño y debía saborear, en los próximos minutos. Mis hijos, se miraban entre ellos y la mamá, con la sonrisa en los labios, quitaba hierro al asunto; derrotando la conversación, en lo bonito de los paisajes, y lo bien que lo íbamos a pasar una vez llegásemos a destino.
El paladar de aquella comida, era incomparable, difería de los sabores que conocía, ¡Pobre de mí! sólo recordaba el gusto de las sardinas, como no iba a estar a la altura de semejante manjar y del lugar dónde lo degustaba, sería un desacato, no disfrutar del momento que la vida me concedía.
Al final, consumí aquella exquisitez, sin embargo, no pude con la mirada que tenía en los ojitos, aquella graciosa pescada, los oculté entornados con las hojas del apio, y con la cáscara del limón. Refiriendo a Ana, que no me había entusiasmado la comida.
Ya en la hora del café hube de interrumpir la charla con mis acompañantes porque algo, estaba derivando a lo paranormal, a lo no deseado, a las apreturas de una digestión que se preveía delicada cuando menos y con algo de resonancias gástricas. Con delicadeza, y elegancia, me dirigí al escusado y certifiqué lo temido.


_ ¡Niños al coche, nos vamos! _ Ellos jugueteando, y siempre alegres, de la mano de mamá, se preparaban recogiendo todos los bártulos que solemos acarrear cuando se viaja con chiquillería; aboné la receta, y nos despedimos de aquel lugar, que idílico, quedó tras la visión del espejo retrovisor.
Sería por la trucha marrón, o por las ramitas de apio, quizás por el castigo del pescado, y el gesto feo, de haberlo comido, pero tenía que detener la marcha en aquel momento, en cuanto pudiera, si no quería derramar alguna lágrima de vergüenza por la imposibilidad de contener ese tránsito intestinal, que me pedía a gritos: ¡para!, y me amenazaba con los efluvios sonoros y malignos de un retorcijón de estómago.
La carretera era poco transitada, habíamos dejado una dehesa hacía pocos kilómetros, y allí, fue, dónde sin poder seguir, detuve la marcha. Ana y los niños, lo estaban pasando en grande, por lo cómico de la situación, y no era para menos. Los chicos conocían de la gracia de su papá, y lo mismo estaban creídos que era una parodia para hacerles pasar unos instantes simpáticos y divertidos.
Salí disparado del coche, crucé la divisoria de alambres, que amplios permitían entrar y salir sin violar las leyes de la propiedad, la prisa era máxima, para quedar furtivo entre los arbustos y las plantas que bastante crecidas evitaban el dar espectáculo a los posibles curiosos que pudieran observar la maniobra. Dado que se observaba prudente, me despoje de toda prenda, aparcando los atavíos estivales en una inmensa piedra de acerina, que puesta allí desde siglos permanecía para soporte de mis pantaloncillos.
Estaba en la tramitación de ese, a modo de fax urgente, que es; el desalojo de esos expelidos exigentes que limitan escatológicamente a los humanos más normales y vulgares, cuando de pronto, se escuchó un sonido gutural no deseable. ¡UUOUHHHH!
No podía ser cierto, ¡Dios Santo ¡ pero cómo me he ido a meter en semejante alquería sin ser novillero, pero como he estado de precipitado y de poco alcanzado. No sé desconozco si toro o vaca, si bravo o manso, si hembra o macho, si miedo o valor. Sí; eso sí, ¡A correr Nancy ¡
No daba tiempo para mas que recoger las dos prendas que bien dobladitas tomaban el sol sobre aquella Acerina de color del plomo, que bajo el sol, y ubicadas esperaban ser recogidas a la velocidad del gamo herido.
_¡.. AYYYYYYY …nena; ¡ No bajéis del coche por el amor de Dios, cuida a los peques_ Mientras corría inmoralmente delante de aquella bravía , con mis slips y mis pantaloncillos en la mano izquierda, que la derecha la usaba para que las gafas no me dejasen en una franquía superior a semejante risible. Creo a ciencia cierta que “El torito enamorado de la luna”; de la canción, no buscaba ninguna aventura apasionante, ni hacerse de mis encantos, que innatos y despojados de todo tapadillo me llevaban volando por el linde de aquella carretera que normalmente no pasaba nadie. Pero dada la casuística, se cumplían aquellas máximas que siempre anunciaba mi abuelita, “Si ha de pasar algo, pasa, si te han de descubrir,…te descubren; si se han de reír, por Dios que se ríen “
Dentro de aquel vehículo aparcado, se lo estaban pasando fenomenal, además las risas tronaban en todo aquel paraje bucólico y paradisíaco.



_ ¡Mamá! ….. ¡Papá, corre, con el culo al aire!
Aquel Citroën modelo “tiburón” con matrícula francesa, por lo amarillo de las placas, que circulaba por aquella comarcal; me atronó, haciendo sonar su bocina en tono de “Gloria in excelsis Deo”; o por si fuera poco, los madrileños, que adelantaron y por las ventanas aclamaban como: “matador, torero, corre; corre, que te vas a mear sin echar gota”.
En aquella tregua, pasaron y cruzaron coches, agradeciéndome, el espectáculo, hasta que saciado, di la vuelta, y el torete, ya no acosaba, le disipé la huella, y con sumo cuidado, pude recolocarme las prendas íntimas que llevaba en la mano.
Volví con pesadumbre y la lengua fuera, al lugar dónde me esperaban; ya recompuesto, vestido, sofocado, y muy sereno. Mis hijos se lo pasaron en grande y lo disfrutaron, y Ana, una vez comprobó que la vaquilla, no me alcanzaba por la celeridad que ilustraba en mi galopada, también rió, con ganas.
-¿Cómo te encuentras?- Preguntó ella, cuando la miré con esperanza de aprobación.
_Bien, menudo susto.
_ Y ese estómago, ¿sigue con necesidad de evacuación?
_ ¡Creerás! He sanado como si fuese la “purga de Benito”.
_Te creo; no me lo jures.
En su mueca reflejaba la alegría de verme intacto, de vacaciones y sanado.






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